Nací llorando y moriré sonriendo. Nisargadatta.
Autor: José María Doria
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Cuando el niño avanza dando los primeros pasos en la concsiencia y por vez primera experimenta que existe un “yo” y un “tú”, lo que en realidad está haciendo es contraer la Totalidad y plegar el infinito encerrando en el tiempo a su conciencia. Nacer al Yo es comenzar a sentirse un ente incompleto que observa el “mundo exterior” como un vasto Gran Otro. El separado “Tú”, un punto en el que comienza el exilio de la reciente diferenciación de sujeto-objeto, de frío-calor, de placer-dolor... un camino de opuestos que primero se diferencian y más tarde se reconcilian e integran.
Nacer es acceder a la soledad de un cuerpo, a la fría sensación de saberse separado “de la piel para fuera”. Nacer es dejar de reconocerse Océano de Conciencia y devenir Yo. Y sucede que mientras haya tal Yo, existirá el Tú. Una separación que produce ansiedad existencial y anhelo de reunión eterna. Toda una aventura de la Totalidad que deviene “parte” para expresar una sola nota de nuestra particular persona. Y aunque cada uno en su esencia, contenga todas las notas y sea la totalidad misma, sin embargo, como ego individual en el mundo, expresa tan sólo determinados rasgo o programas mentales frente a la infinita diversidad de otras “notas-persona”.
Pero la vida, ya desde su llegada, se despliega amenazada del suceso más democrático de la existencia: la muerte. Todos, absolutamente todos los egos mueren, los ricos y los pobres, los inteligentes y los torpes, los laboriosos y los vagos. La muerte no establece preferencias, ni discrimina, ella es la puerta de la inexorable disolución del “yo persona”. Morir es volver a Casa y recuperar la identidad global de Océano de Conciencia. ¿Quién teme perder su yo? Tal vez lo tema aquel ser que no se permite intuir lo que significa el hecho de disolver la consciencia de Yo-parte y convertirse en Todo, en puro Ser, sin mente sujeto-objeto y sin dualidad alguna.
El sabio sonríe cuando muere. Sonríe de felicidad al desplegar lo plegado en expansión omnipresente sin fronteras. Sonríe de felicidad al dejar el yo y disolver la vieja tensión dual en una más consciente unidad recuperada. El río llega al mar y se expande en oceánica presencia. Siempre fue agua, aunque creyese que era río. El viejo anillo de oro se funde en el crisol y vuelve a sentirse identificado con el oro que antes era. Ambos recuperan la identidad de su esencia.
Morir es un privilegio, el privilegio de asistir a la vuelta tras la aventura de la consciencia. En el momento de la muerte, recordemos que somos Luz y que la brújula de que disponemos en dicho tránsito es la Luz de la conciencia. Recordemos igualmente la conveniencia de desprendernos de los apegos y de recordar que no caben las culpas en nuestra eterna inocencia. Recordemos también, en dicha hora de la muerte, que nuestra vida ha tenido más utilidad de lo que imaginamos, que uno no es una criatura humana en una aventura espiritual, sino una criatura espiritual en una aventura humana que, ahora, simplemente retorna. Recordemos que no debemos afligirnos por los seres que dejamos, porque de ellos cuida la misma Inteligencia que en el último viaje a nosotros guía.
La muerte es un motivo de celebración para todos los que quedan porque un ser ha culminado “la campaña de la vida”. Un ser que, tras su total disolución como individuo separado, nace a la Totalidad como vivencia suprema. Un premio de fin de carrera para los que ya son capaces de catar y valorar el Reencuentro después del largo e interesante exilio de una vida completa. Lo importante es que se ha vivido la gama de experiencias que había que vivir y, al fin, cada uno, en bienaventurada sonrisa, deviene lo que siempre fue y nunca dejó de ser: Infinitud sin frontera.
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